miércoles, 17 de junio de 2009

La noche de los vinos de Valencia


Entró con unas gafas oscuras y con un pañuelo blanco que la confundían con cualquier mujer, teniendo un monovarietal de tempranillo podrido en madera con el que valía más la pena hacer vinagre. A pesar del malestar, en cuanto se hizo paso como un espectro invisible al reojo ajeno de la multitud y se acercó al stand de la bodega, vio a Jacinto hablando a las cámaras de la televisión local. No pudo más que girarse más rápido que los volantes de su vestido blanco y tragarse el tempranillo con sabor a colonia de un trago antes de tener que morderse la lengua.

Elisabeth Garmendia había heredado 60 hectáreas de viñedo más allá de donde sus ojos imaginaban desde su ático de la periferia de Alicante. Más allá de la Carrasqueta, un mundo y más allá aún, lo que la publicidad que ella consideraba engañosa llamaba la Toscana valenciana. Fue su abuelo quien, tras haber emigrado a Mendoza después de dos años de maquis en las sierras del Pas cántabro, se despidió de su mujer y su único hijo para embarcarse en los últimos navíos que, desde el puerto de Alicante, refugiaban a los republicanos que habían perdido toda esperanza de camino al exilio americano. ¡Cuántas veces no le contaría de pequeña su abuelo lo que fue cruzar de punta a punta un país desgarrado en dos por la guerra!

Tenía los ojos oscuros, con reflejos morados, tan intensos, con esa capa púrpura densa y brillo que da un interior dulce y, cada vez que su abuelo Manuel, aunque en la familia le llamaban el abuelo indiano, le cogía de la barbilla y se la levantaba para verla bien desde sus ojos desbordados de párpados, le decía:

-Pequeña, ¿en qué pensaba tu padre cuando os puso ese nombre? Si sólo es preciso miraros a los ojos para ver que merecéis un nombre más bello, mi pequeña Cabernet-, y le daba un beso en el remolino de rizos de su frente.

Cuando entró en la bodega con retorciendo la escritura en la mano para contener los nervio, se dio cuenta de que su abuelo se había encargado de que se sintiera en casa:

-¿Es usted la señora Cabernet Garmendia? Encantado, la estábamos esperando-, le dijo Jacinto cuando la recibió a lomos del lezipano blanco.

Por un momento se sintió tentada de corregirle en su error, pero se dio cuenta de que allí, entre aquellas cuatro paredes de viña, cielo y pinos, nadie le tendría en cuenta el pasado que tanto le había obligado a huir y, tal vez, podría empezar de nuevo…

-¡Cabernet!, ¡Cabernet!-le gritó de lejos Jacinto; ya no podía huir.

-Jacinto…

-Tienes la copa vacía, eso no puede ser. Ven, hay que poner cara a los vinos y tú eres perfecta, tú incluso les pones nombre.

-Jacinto, yo no sé si podré, no sé…

Pero era tarde. Aquel anochecer en que se presentaba en el Jardín Botánico de Valencia el nuevo vino sin sulfitos era la puesta de largo de la nueva patrona.

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