viernes, 19 de junio de 2009

Yo soy Cabernet Garmendia: 0%


—Señor Ferrán y dígame, ¿por qué es especial un vino sin sulfitos?

—Porque siempre hemos creído que era imposible hacerlo, pero hoy es un día para sentirse orgullosos de que finalmente hemos conseguido lo que pretendíamos: hacer que la uva desarrolle suficientemente sus defensas propias, como lo son los sulfitos, para que no haga falta añadírselos en el proceso. En Los Pinos somos los primeros en hacerlo y me consta que no hemos sido los únicos.

—¿Lo dice por las bodegas El Claustro, también de Fontanares?

—Lo digo por nuestro enólogo Ramón Angost. Fue él quien de primera mano eligió la garnacha de más confitura en boca, la monastrell más fina y la syrah más floral… Sin él, no habríamos conseguido el punto justo en que la uva ha madurado lo justo para proteger la evolución del vino.

—¿Fue idea del propio Ramón Angost?

—En realidad fue de mi hija pequeña, Flora. Como mucha gente, que incluso no lo sabe, hay quienes son alérgicos a los sulfitos y, hace dos años, jugando en la bodega, se metió en los sacos y jugó a coronar el monte de los sacos de sulfitos, sin saberlo. Afortunadamente, no pasó nada grave pero me llevé un buen susto como padre que soy, porque desde que falta su madre, me faltan días y manos para desvivirme por ella.

—Habla usted como capataz de LOS PINOS, pero tengo entendido que la bodega ha cambiado de dueño…

Tenía a Flora cogida por los hombros, delante de mí; cuando oí la pregunta quería que me tragara la tierra, me quedé sin saliva que tragar en un segundo. “Que no me saque, por favor”, pensaba. Flora, en cambio miro sin atisbo de duda hacia arriba al saber que se refería a mí la pregunta de la periodista:

—¿Eres tu, Cabernet?

—Si cariño, parece ser que sí soy yo.

—Vas a salir por la tele como mi papá, ¿vas a ser famosa?

No pude más que sonreírme, hasta se me notaba debajo de las gafas.

—Sólo pueden ser famosas las chicas tan guapas como tú.

—Pues tú no serás famosa, porque vas muy fea con esas gafas, te hacen vieja.

—Porque soy vieja Flora, —dije soltando una carcajada que hizo a más de uno volverse. Pensé que lo de la vejez habría que habérselo preguntado a la botella de Cutty Shark vacía que estaba debajo de mi nueva cama en la bodega.

—Sí, en efecto, Cabernet Garmendia, nieta del fundador de la bodega, Manuel Garmendia y heredera de un saber centenario que ha pasado por tres continentes. Desde ahora en adelante está al frente de este gran proyecto ecológico.

Jacinto no supo mejor definirme, cualquier otro habría tirado de mis mal disimuladas ojeras. Rubricó su frase con un gesto en el que, con los dedos de la mano acunados y una sonrisa en la cara, me ofrecía una cálida acogida a su lado junto a la reportera:

—Yo soy Cabernet Garmendia.

miércoles, 17 de junio de 2009

La noche de los vinos de Valencia


Entró con unas gafas oscuras y con un pañuelo blanco que la confundían con cualquier mujer, teniendo un monovarietal de tempranillo podrido en madera con el que valía más la pena hacer vinagre. A pesar del malestar, en cuanto se hizo paso como un espectro invisible al reojo ajeno de la multitud y se acercó al stand de la bodega, vio a Jacinto hablando a las cámaras de la televisión local. No pudo más que girarse más rápido que los volantes de su vestido blanco y tragarse el tempranillo con sabor a colonia de un trago antes de tener que morderse la lengua.

Elisabeth Garmendia había heredado 60 hectáreas de viñedo más allá de donde sus ojos imaginaban desde su ático de la periferia de Alicante. Más allá de la Carrasqueta, un mundo y más allá aún, lo que la publicidad que ella consideraba engañosa llamaba la Toscana valenciana. Fue su abuelo quien, tras haber emigrado a Mendoza después de dos años de maquis en las sierras del Pas cántabro, se despidió de su mujer y su único hijo para embarcarse en los últimos navíos que, desde el puerto de Alicante, refugiaban a los republicanos que habían perdido toda esperanza de camino al exilio americano. ¡Cuántas veces no le contaría de pequeña su abuelo lo que fue cruzar de punta a punta un país desgarrado en dos por la guerra!

Tenía los ojos oscuros, con reflejos morados, tan intensos, con esa capa púrpura densa y brillo que da un interior dulce y, cada vez que su abuelo Manuel, aunque en la familia le llamaban el abuelo indiano, le cogía de la barbilla y se la levantaba para verla bien desde sus ojos desbordados de párpados, le decía:

-Pequeña, ¿en qué pensaba tu padre cuando os puso ese nombre? Si sólo es preciso miraros a los ojos para ver que merecéis un nombre más bello, mi pequeña Cabernet-, y le daba un beso en el remolino de rizos de su frente.

Cuando entró en la bodega con retorciendo la escritura en la mano para contener los nervio, se dio cuenta de que su abuelo se había encargado de que se sintiera en casa:

-¿Es usted la señora Cabernet Garmendia? Encantado, la estábamos esperando-, le dijo Jacinto cuando la recibió a lomos del lezipano blanco.

Por un momento se sintió tentada de corregirle en su error, pero se dio cuenta de que allí, entre aquellas cuatro paredes de viña, cielo y pinos, nadie le tendría en cuenta el pasado que tanto le había obligado a huir y, tal vez, podría empezar de nuevo…

-¡Cabernet!, ¡Cabernet!-le gritó de lejos Jacinto; ya no podía huir.

-Jacinto…

-Tienes la copa vacía, eso no puede ser. Ven, hay que poner cara a los vinos y tú eres perfecta, tú incluso les pones nombre.

-Jacinto, yo no sé si podré, no sé…

Pero era tarde. Aquel anochecer en que se presentaba en el Jardín Botánico de Valencia el nuevo vino sin sulfitos era la puesta de largo de la nueva patrona.